La primavera de 1934, el Instituto «Miguel de Unamuno». de Bilbao, abría sus puertas de ingreso a una nueva promoción de alumnos libres.
Un grupo de muchachos, unas pocas docenas, subíamos las escaleras de acceso a la primera planta, acompañados de algunos familiares, para dirigirnos al aula número 3, donde el profesor Abaunza. provisto de una lista, nos llamaba por nuestro nombre y apellido. Dentro ya del aula, junto a mi, un chaval de Amorebieta y otro de Larrabezua, respondían a las pruebas como yo mismo.
Nuestros exámenes debieron resultar muy aceptables y los familiares comentaban, entre si, tras oír nuestras descripciones.
Pronto me di cuenta de que mi compañero de Amorebieta matizaba extraordinariamente las respuestas y además estaba muy bien aconsejado por su propia madre. En alguna ocasión acudí a ella en busca de consejo y sus opiniones me resultaron muy valiosas.
Pocos días después de haber salvado favorablemente los exámenes orales con verdaderos tribunales y papeletas para cada asignatura, fuimos citados, ya para el primer curso, a un aula situada en el extremo opuesto del edificio, donde el profesor Torcal, con su voz ronca de fumador, su cigarrillo en la mano, sus gafas un tanto caídas, su traje oscuro y el cuello duro y su aspecto señorial, nos fue pasando, de uno en uno, al aula de dibujo.
Tras realizar un pequeño dibujo geométrico, nos colocó una figura de barro, a cierta distancia, para que fuera dibujada por nosotros.
A mi derecha, ahora ya, mi amigo de Amorebieta, inició rápidamente un apunte, creo yo que a lápiz, antes de que los demás nos diéramos cuenta de algunas característica de la pieza modelo. Miraba y remiraba la figura y seguía haciendo trazos sobre el papel con tal armonía, belleza y precisión que, en cuanto terminó, me pareció que el dibujo superaba a la realidad. Nunca olvidaré la impresión que me hizo aquella jarra en el papel de José Luis Benito Rementería.
Me di cuenta de que junto a mi tenía un artista cuyo futuro no se podía perder de vista. Desde entonces hemos sido siempre muy amigos y le he admirado en toda su dimensión, artística y humana. Buen estudiante de bachiller, más tarde la guerra nos separó, pero, en Valla-dolid, en la Facultad de Medicina, otra vez nos sentamos juntos en las clases de Anatomía del inolvidable profesor don Ramón López Prieto, donde las piezas anatómicas las reproducía José Luis con gran habilidad, lo que, tanto a él como a nosotros, facilitaba el aprendizaje de los distintos tejidos, órganos y aparatos, en Anatomía Descriptiva y Topográfica. Las arterias en rojo, las venas en azul, las raíces nerviosas en amarillo, los músculos en su propio color y el esqueleto en nácar resultaban unos verdaderos cuadros a la vez didácticos y artísticos.
La fisiología, las patologías y la terapéutica nos unieron más y más, hasta que el buen médico siguió su camino artístico, que tuve la suerte de verlo nacer en el aula del profesor Torcal, pero sin alejarse demasiado del mundo médico, puesto que entre nosotros figura en la Academia de Ciencias Médicas de Bilbao, institución que estos días cumple los ochenta años y en la que sólo figuran los hombres que quieren saber más y mejor cualquier faceta médica del hombre.
José Luis Benito Rementería une a su extraordinaria calidad artística un carácter tan poco común que si ejerciera la profesión de Hipócrates sus éxitos serían similares a los de su vida pictórica. Afable, comprensivo, sagaz e ingenuo a un tiempo, hace que la fraternidad sea una condición tan suya como excelsa.
